Poetícas rituales, acechos performativos (Gorka Bilbao Palacios 2002)



Cada cosa exactamente en su lugar: tus únicos medios
Robert Bresson, Notas sobre el cinematógrafo

La mirada abrasa y borra lo que va iluminando
Jean Dubuffet

Opacidad. Iniciación o fracaso; iniciación y fracaso
La idea recurrente del trabajo artístico de Alberto Lomas parece ser la de la superación de la metáfora. Y siendo la metáfora algo inscrito en lo imaginario, se reclama una inscripción del artista en lo real; pero la única inscripción que preservase el sentido, sería la de la literalidad de la metáfora, esto es: una estrategia metafórica que a la vez se inscribiese en lo real. Travesía última del sentido a través de lo real y el pasaje: un tránsito ritual, en la medida en que todo ritual “sucede”; y el ritual vendrá definido por sus dos aspectos fundamentales[1]: el metafórico, del lado del formalismo y de la presencia de los aspectos estilizados, y el performativo, en donde la acción misma es condición y a la vez ingrediente básico de aquello que se expresa. Todo ritual no sólo está comunicando algo, sino que está “haciendo” algo, está volviendo algo efectivo. Y real. 
La ausencia de indicaciones previas, de instrucciones (ya que la instrucción está del lado del aprendizaje, y éste sólo sucede dentro del ritual, del tránsito), coloca a la obra de Alberto Lomas en una arriesgada opacidad. En los bordes de una metáfora que se toma (que se formula) literalmente, algo que tiene que ver con la fricción, con la obtusión de sentido, parece impelirnos a realizar el pasaje: la iniciación, el tránsito hacia el interior de un espacio que la propia acción de pasaje convertirá en tiempo experimental.    
Así, obras como Dispositivos y Luz fría desvelan su condición de dispositivos rituales. Mecanismos de una doble exposición: a un espacio que a la vez que metafórico deviene real (en tanto que se efectúa, que se vuelve efectivo) que desvela a su espectador, él mismo inscrito realmente en el interior de ese espacio metafórico hecho de azares (la posibilidad de que el dispositivo se active o no por parte del espectador) y alteridades.
Y también de fracasos. Porque una de las premisas posibles del trabajo de Alberto Lomas es la del fracaso: la de que nada se active, la de un espectador frustrado, no-desvelado. Pero necesariamente toda escritura (toda formulación artística) ha de certificar un fracaso. Fracaso de una experiencia (estética, cognitiva): de un autor expectante, de un espectador que actúe o no.
Pero otra de las premisas posibles es la de que se efectúe el intento. Que, “efectivamente”, el tiempo suceda: en un espacio hecho de una cadencia de ritmos (conmutaciones e interrupciones que definen el dispositivo) que despiertan al espectador. Espacio que invoca un tiempo hecho de luz y oscuridad, imagen y silencio.

Cuerpo y Prótesis para una abrasión simbólica de la mirada
Tal y como sucede con Toru, el protagonista de esa novela de Mishima acerca de la mirada y el vacío que es La corrupción de un ángel, la visión de lo invisible –la visión definitiva- es el rechazo final de toda visión: el propio rechazo de los ojos. Por eso Toru perderá la virtud de sus ojos, quedándose ciego y pagando caro su conocimiento. El más enigmático de los mitos griegos, también nos habla del desgarramiento de una mirada abrasada: Edipo atravesará  el enigma y su visión  –La Esfinge- para ser finalmente arrebatado del mundo; arrebatado por un saber que se cifra en su sagrada ceguera.
El infierno no es sino la más extrema de las formas de tránsito y del desmembramiento; camino de un saber siempre paradójico –como el enigma de la Esfinge- que a un tiempo nos arrebata y nos restituye del mundo. Así, un Alberto Lomas desmembrado en su extensa serie de las Prótesis, evoca la figura de la destrucción del cuerpo –lo que falta, lo que ha sido arrebatado- y de su abrasión furiosa (literalmente infernal), precisamente por una falta cometida por la mirada.
No en vano, en las Prótesis el correlato del cuerpo desgarrado parece ser el del cuerpo restituido, su metáfora la de esas prótesis entre máscaras  atávicas  y fragmentos del cuerpo tecnológico: figuras de esa restitución que el dispositivo estético –el tránsito ciego del artista-  articula. La prótesis enuncia y evidencia un cuerpo doliente y pasajero del tránsito. Pero un cuerpo superador de la metáfora, a la vez que desvelador de su imposibilidad final: el cuerpo como metáfora performativa, metáfora ritual y por lo tanto paradójicamente literal.
El de Alberto Lomas es un cuerpo de prótesis desdoblado –cuerpo físico y corpus autoral a un tiempo- que se juega en una cierta geometría de lo real; esa geometría física cuyas tres dimensiones principales (longitud, latitud, profundidad) quedan transformadas por una cuarta, la dimensión temporal, convertida en exposición metafísica: tiempo ritual –estético y real- de la acción metafórica y performativa del artista en la abrasión de un cuerpo (el del propio artista) que recuerda a los cuerpos negros de la ciencia física: esos cuerpos que absorben completamente las radiaciones que inciden sobre ellos, cualquiera que sea la índole y  dirección de las mismas.
Un cuerpo en un tránsito nada gratuito, habida cuenta de la abrasión simbólica a las par que real a la que se verá sometido. Ritual de un desgaste cegador, por fricción de una señal electrónica (vídeo, videncia). Como Toru, Alberto Lomas pagará el precio del saber estético (un conocimiento experimental que acontece en la misma acción performativa) con la virtud de sus ojos: virtud en este caso de una mirada catódica y ciega.

Cadencias del tiempo revelado 
Hay en Stalker (1979) la obra maestra del cineasta ruso Andrei Tarkovski, una imagen precisa y conmovedora a un tiempo, que bien podría metaforizar el lugar y el ethos del artista contemporáneo que Alberto Lomas encarna: en la citada película, el protagonista de la misma, a quien conoceremos como el Stalker (To stalk: la caza del acecho), es un extraño y enigmático guía –que no prometiendo la certeza del acontecimiento- conduce a los personajes a través de un alucinado paisaje hasta una misteriosa habitación (opaca y vacía, puro significante), situada en el corazón de un espacio llamado la Zona. El tránsito a seguir  por los personajes es a la vez un recorrido y una experiencia: el Stalker recorre, performativiza el espacio circundante de la Zona por medio de una estrategia de elipsis y perífrasis. Su acción deviene poética ritual cuando éste adivina –convirtiendo la intuición en certidumbre performativa- y enuncia el camino a seguir, arrojando tornillos anudados con trapos en su acecho al espacio vacío de la Zona: un espacio por el que a veces avanzan y a veces no, los personajes y el Stalker.
Todo esto viene a propósito del trabajo de Alberto Lomas y su relación con lo tecnológico y  lo esencialmente ritual de su comportamiento en el arte contemporáneo. Como el Stalker, Alberto enfrenta un espacio y un tiempo performativos que, literalmente, son tiempo y espacio de exposición. Un tiempo y un espacio marcados por la idea de acontecimiento, pero un acontecimiento que invoca a la obra de arte como búsqueda de experiencias integrales, primordiales, por parte de un público que, incógnitamente (pues aquí no hay lugar para la certeza) devenga o no interlocutor (de la obra y del artista), y que aboca a éste último a la difícil posición del movimiento perpetuo en donde nada está garantizado, por lo que todas y cada una de sus experiencias en este sentido son, se postulan como advenimientos rituales.
Y vale la pena recordar que en la performatividad ritual –a diferencia del simulacro de la representación-, sólo la verdad puede ser jugada o, también, frustrada. Lejos de las certezas dogmáticas, estratégicas o formales, Alberto Lomas se juega a sí mismo en su verdad estética y ritual teniendo como única herramienta la certidumbre (que no certeza) de que la opacidad que define todas sus acciones rituales puede y, en su caso, exige, ser recorrida.
Al colocarse en este desafío de verdades y opacidades, Alberto Lomas renuncia explícitamente a la comodidad y perversión de los roles propios del artista postmoderno en el ámbito del arte contemporáneo; al tiempo  que, sometiéndola y despojándola de su aura mediática, postula una tecnología audiovisual mínima y esencial, desmitificadora de lo tecnológico: un poco como el dispositivo desnudo del Stalker de Tarkovski, arrojando sus tornillos y trapos anudados, redefiniendo el espacio vacío para el tránsito ritual.           


(1) R. Rappaport: “Ecology, Meaning and Religion”, citado en Joseba Zulaika:Chivos y soldados, Ed.Baroja, San Sebatian, 1989