Aurr/ez Aurre = 3, 14159265358979 x sociedadn / √sociedad + 3, 1416® (Morquillas 2015)



El tío Gilito y Daniel el Travieso suben al tiovivo. Alberto Lomas acciona el mecanismo. Cabalgan aquellos sobre un reposo inerte que creen referencial en su afán de asustar, evadir o invadir realidades exteriores. La infancia viste su mejor traje gris.


El círculo

Desde el altillo de una de sus habituales casas de comida miraba Pessoa a su alrededor sabiendo que lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos. Obviamente lo decía tras observar astutamente el imaginario círculo desde su centro, desde el módulo nuclear, desde el punto. Además, doblemente sometido a ese ver lo que somos al mover los ojos a través de imaginados o soñados círculos expansivos y concéntricos luchando tercos contra su sujeción al eje vertical. Dejemos ahora al fisgón comensal frente a su plato circular, ajeno y nada protagonista, de arroz de frango.

La visión no percibe el círculo con exactitud sino deforme, sólo alcanza a justificarlo en una más o en otra cualquiera de sus realidades interesadas. El círculo posee pues para esa obligada necesidad, la de ser observado siempre desde el eje vertical del punto central y desde un plano superior de apoyo, paralelo y móvil. Otras visiones diferentes a la señalada lo destruyen o lo transforman en forma aún más eficaz o sistemática, aunque como cualquier otra visión mantenga siempre su carácter ideal, tan abstracta, particular y “útil” como podría serlo cualquier valoración referida a cualquier otra cosa. Como toda máquina o tiovivo homologado por artista, científico o farsante, exige también una participación activa del espectador para justificar la presunta validez de esa visión particular. Exige un fantasioso desplazamiento por su límite, mínimamente un paseo descuidado, y decidir en qué parte o momento aplicamos dirección de voluntad, pues la decisión, sustancial a su presencia, exige siempre la atención a los fenómenos que la distorsionan (no hay que dejar aquí que sean las decisiones quienes nos tomen, como diría otro luso más tardío). Es esta particularidad lo que elimina la presunta existencia a su interior de una circunferencia (por suerte) así como la pérdida de temor al centro (por suerte catastrófica), reduciéndola con cautelar brevedad a lo subliminalmente imaginario, un paseo, trote o pasitrote de mayor o menor concreción pero alejado ya definitivamente de los imposibles y ajenos comienzo o fin. Situados en el umbral de la incertidumbre, estamos en disposición de construir el disfraz, de pasear la aventura por el obligado y pagado recorrido, donde recorrerlo no es sino recorrerse y reconocerse en sí mismo, agitar el Yo esencial y enfrentarlo a lo soñado, al “si mismo” jungiano, o aún mejor a lo que somos, como Pessoa recitaba ufano antes de enfrentarse con éxito desapegado al arroz con pollo.

El movimiento inercial

¿”Siempre llegarás a algún sitio si caminas lo suficiente”?, me pregunta indolente e irónica la biznieta del gato de Cheshire. Estos mininos resultan encantadora e interesadamente disarmónicos. Imaginan puntos extendidos, metáforas de ilusionistas concreciones terrestres para ocultar y proteger su propia y preciosa armonía. Es por ello que suelen aparecer y desaparecer a conveniencia y capricho, para ocultarse con calculado descuido en sus huidas, incluso aunque la rueda gire definida por su propia abusiva definición y atienda tendenciosa a lo eterno. Nesciencia comprimida en estado puro y nativo. Pero el viajero de “Aurr/ez Aurre”, frágil y débil, sabe que lo amado es circular y que se reconstruye siempre en ese modo. Abrupto. Frente a ello carece de independencia y de refugio, salvo, en modo paradójico, tratar de desposeer a la inercia de atributos ciertos o seguros. La circumambulación se aprecia como un automatismo que destile la esperanza y la confirme como expectativa. Pero el espectador actual, desposeído de alcance, hastiado invariablemente de temor al centro, perdido este, ya no circumambula. Lo mágico, lo absoluto, aquellos tiovivos de la infancia a los que subíamos desnudos y confiados, son la antítesis del comienzo y han sido sustituidos por un collar preventivo gris que en su melancólica y deslucida presencia apenas sirven como reconocimiento consensuado de la pertenencia a un algo. No sirven ya como protección, pues llegados a este punto, cuando se adquiere la convicción de tener que empezar por otra, se sabe siempre que será la misma y que a esa “novedosa” visión de esta igual, le han sido extirpados los ojos de las alas.

Retrocedamos hacia la inmediatez de los deseos. Trivialicemos lo consciente. ¿Hacia dónde podemos crecer, derivar o movernos, sin caer en enterramientos análogos? La infancia nos seduce con tumbas laberínticas arcádicas y frente a ello nos muestra el ambiguo volar simbólico del orden justo de toda ejecución como principio director del progreso y como integración plausible de todas las antítesis y excesos. Son escasas las alternativas y todas padecen siempre cierta pérdida de equilibrio. Controversiales. En busca de su entidad que es su misma identidad, el círculo atiende al drama de su conversión en puro giro, de su reconocimiento lateral procurando que la gravedad no afecte al síntoma. Mientras se va renovando en igualdad, pacta especializaciones con los empujes o accidentes ajenos y exteriores que atentan contra su comportamiento. Se anega en su altar inexpugnable, mientras los interespacios-partículas de su masa pactan presuntos desequilibrios con la gravedad. Sabe bien el artefacto, que todo lo que queda contenido en un algo está limitado por principio y fin y que nada mostraría mejor su enroscamiento sobre sí mismo por eludir al caótico Leviatán, que la pérdida de la cohesión del juego de movimientos entre círculos e inercias. El declinar de las servidumbres e incluso la férrea imposición de “no modificaciones” no proporcionan sino una agresividad estable y estéril que desemboca en su absorción por la nada. No se modulan por ley la visión o la ceguera del vidente y aun dentro de esa oscuridad, seguirá siendo necesaria la armonía de los deseos para buscar el negro sol de las noches.


El río vertical

El tío Gilito y Daniel el Travieso pasean por el círculo aparentando un movimiento delegado en inercia que carece ya de recuerdos de su origen. Un puro devenir automático controlado por el propio recurso que se ha auto nominado como mecanismo con plena sumisión a la identidad inercial. Procurando que Pessoa y Alicia no lo adviertan Alberto Lomas actúa sobre el mecanismo y apaga los controles inerciales. Sin resistencia, el movimiento decrece. La inercia se suicida en el abismo de la gravedad sin conocimiento exacto de ello. El círculo va en busca de su empuje primigenio hasta aposentarse en la sola idea que imaginaba satisfacerlo. El rio vertical sigue enlazando cielos e infiernos desposeídos. Mientras la integración se desintegra en su normalidad, el tío Gilito y Daniel el Travieso, ficciones, letíferos entumecidos por Putas o Piérides, descienden y van en busca de neotiovivos que otorguen garantía a su movimiento curvado, mientras Einstein, Veermer, el gato Félix y otros tipos divertidos (que por solidaridad también han descendido) ascienden de nuevo en busca de nuevos sentidos, para evitar conscientes, inconscientes emasculaciones autofágicas.


Aun pudiendo suscribir al Rousseau que afirmó que su corazón y su espíritu no pertenecían más al mismo individuo, sé también que sigo girando en “Aurr/ez Aurre”, el tiovivo de Alberto Lomas en busca de la persistencia del deseo. No es en vano ni gratuito que no sea yo heredero de serpientes.