El tío Gilito y Daniel el Travieso
suben al tiovivo. Alberto Lomas acciona el mecanismo. Cabalgan aquellos sobre
un reposo inerte que creen referencial en su afán de asustar, evadir o invadir realidades
exteriores. La infancia viste su mejor traje gris.
El círculo
Desde el altillo de una de sus
habituales casas de comida miraba Pessoa a su alrededor sabiendo que lo que
vemos no es lo que vemos, sino lo que somos. Obviamente lo decía tras observar astutamente
el imaginario círculo desde su centro, desde el módulo nuclear, desde el punto.
Además, doblemente sometido a ese ver lo que somos al mover los ojos a través
de imaginados o soñados círculos expansivos y concéntricos luchando tercos contra
su sujeción al eje vertical. Dejemos ahora al fisgón comensal frente a su plato
circular, ajeno y nada protagonista, de arroz de frango.
La visión no percibe el círculo con
exactitud sino deforme, sólo alcanza a justificarlo en una más o en otra cualquiera
de sus realidades interesadas. El círculo posee pues para esa obligada necesidad,
la de ser observado siempre desde el eje vertical del punto central y desde un
plano superior de apoyo, paralelo y móvil. Otras visiones diferentes a la
señalada lo destruyen o lo transforman en forma aún más eficaz o sistemática,
aunque como cualquier otra visión mantenga siempre su carácter ideal, tan
abstracta, particular y “útil” como podría serlo cualquier valoración referida
a cualquier otra cosa. Como toda máquina o tiovivo homologado por artista, científico
o farsante, exige también una participación activa del espectador para
justificar la presunta validez de esa visión particular. Exige un fantasioso desplazamiento
por su límite, mínimamente un paseo descuidado, y decidir en qué parte o
momento aplicamos dirección de voluntad, pues la decisión, sustancial a su
presencia, exige siempre la atención a los fenómenos que la distorsionan (no
hay que dejar aquí que sean las decisiones quienes nos tomen, como diría otro
luso más tardío). Es esta particularidad lo que elimina la presunta existencia
a su interior de una circunferencia (por suerte) así como la pérdida de temor
al centro (por suerte catastrófica), reduciéndola con cautelar brevedad a lo subliminalmente
imaginario, un paseo, trote o pasitrote de mayor o menor concreción pero
alejado ya definitivamente de los imposibles y ajenos comienzo o fin. Situados
en el umbral de la incertidumbre, estamos en disposición de construir el
disfraz, de pasear la aventura por el obligado y pagado recorrido, donde
recorrerlo no es sino recorrerse y reconocerse en sí mismo, agitar el Yo
esencial y enfrentarlo a lo soñado, al “si mismo” jungiano, o aún mejor a lo
que somos, como Pessoa recitaba ufano antes de enfrentarse con éxito desapegado
al arroz con pollo.
El movimiento
inercial
¿”Siempre llegarás a algún sitio si
caminas lo suficiente”?, me pregunta indolente e irónica la biznieta del gato
de Cheshire. Estos mininos resultan encantadora e interesadamente disarmónicos.
Imaginan puntos extendidos, metáforas de ilusionistas concreciones terrestres
para ocultar y proteger su propia y preciosa armonía. Es por ello que suelen aparecer
y desaparecer a conveniencia y capricho, para ocultarse con calculado descuido en
sus huidas, incluso aunque la rueda gire definida por su propia abusiva
definición y atienda tendenciosa a lo eterno. Nesciencia comprimida en estado
puro y nativo. Pero el viajero de “Aurr/ez Aurre”, frágil y débil, sabe que lo amado es circular
y que se reconstruye siempre en ese modo. Abrupto. Frente a ello carece de
independencia y de refugio, salvo, en modo paradójico, tratar de desposeer a la
inercia de atributos ciertos o seguros. La circumambulación se aprecia como un
automatismo que destile la esperanza y la confirme como expectativa. Pero el
espectador actual, desposeído de alcance, hastiado invariablemente de temor al
centro, perdido este, ya no circumambula. Lo mágico, lo absoluto, aquellos
tiovivos de la infancia a los que subíamos desnudos y confiados, son la
antítesis del comienzo y han sido sustituidos por un collar preventivo gris que
en su melancólica y deslucida presencia apenas sirven como reconocimiento
consensuado de la pertenencia a un algo. No sirven ya como protección, pues llegados
a este punto, cuando se adquiere la convicción de tener que empezar por otra, se
sabe siempre que será la misma y que a esa “novedosa” visión de esta igual, le han
sido extirpados los ojos de las alas.
Retrocedamos hacia la inmediatez de
los deseos. Trivialicemos lo consciente. ¿Hacia dónde podemos crecer, derivar o
movernos, sin caer en enterramientos análogos? La infancia nos seduce con
tumbas laberínticas arcádicas y frente a ello nos muestra el ambiguo volar simbólico
del orden justo de toda ejecución como principio director del progreso y como
integración plausible de todas las antítesis y excesos. Son escasas las
alternativas y todas padecen siempre cierta pérdida de equilibrio.
Controversiales. En busca de su entidad que es su misma identidad, el círculo atiende
al drama de su conversión en puro giro, de su reconocimiento lateral procurando
que la gravedad no afecte al síntoma. Mientras se va renovando en igualdad,
pacta especializaciones con los empujes o accidentes ajenos y exteriores que
atentan contra su comportamiento. Se anega en su altar inexpugnable, mientras
los interespacios-partículas de su masa pactan presuntos desequilibrios con la
gravedad. Sabe bien el artefacto, que todo lo que queda contenido en un algo
está limitado por principio y fin y que nada mostraría mejor su enroscamiento
sobre sí mismo por eludir al caótico Leviatán, que la pérdida de la cohesión del
juego de movimientos entre círculos e inercias. El declinar de las servidumbres
e incluso la férrea imposición de “no modificaciones” no proporcionan sino una
agresividad estable y estéril que desemboca en su absorción por la nada. No se
modulan por ley la visión o la ceguera del vidente y aun dentro de esa
oscuridad, seguirá siendo necesaria la armonía de los deseos para buscar el
negro sol de las noches.
El río vertical
El tío Gilito y Daniel el Travieso
pasean por el círculo aparentando un movimiento delegado en inercia que carece
ya de recuerdos de su origen. Un puro devenir automático controlado por el
propio recurso que se ha auto nominado como mecanismo con plena sumisión a la identidad
inercial. Procurando que Pessoa y Alicia no lo adviertan Alberto Lomas actúa sobre
el mecanismo y apaga los controles inerciales. Sin resistencia, el movimiento
decrece. La inercia se suicida en el abismo de la gravedad sin conocimiento exacto
de ello. El círculo va en busca de su empuje primigenio hasta aposentarse en la
sola idea que imaginaba satisfacerlo. El rio vertical sigue enlazando cielos e
infiernos desposeídos. Mientras la integración se desintegra en su normalidad,
el tío Gilito y Daniel el Travieso, ficciones, letíferos entumecidos por Putas
o Piérides, descienden y van en busca de neotiovivos que otorguen garantía a su
movimiento curvado, mientras Einstein, Veermer, el gato Félix y otros tipos
divertidos (que por solidaridad también han descendido) ascienden de nuevo en
busca de nuevos sentidos, para evitar conscientes, inconscientes emasculaciones
autofágicas.
Aun pudiendo suscribir al Rousseau que
afirmó que su corazón y su espíritu no pertenecían más al mismo individuo, sé
también que sigo girando en “Aurr/ez Aurre”, el tiovivo de Alberto Lomas en busca de la
persistencia del deseo. No es en vano ni gratuito que no sea yo heredero de
serpientes.